Conocí a Luis Herrera Campins en el calor de la política venezolana, un campo donde las ideas se cruzan como un rayo y las palabras pueden ser dagas y puentes. Yo era su oponente, parte de una generación diferente, con visiones que a menudo chocaban. Sin embargo, hoy escribo en honor a un hombre cuya vida va más allá de nuestras diferencias: intelectual, político, parlamentario, periodista, exiliado y, sobre todo, un demócrata cuya filosofía, expresada por dichos y acciones, marcó la época.
Luis Herrera nació el 4 de mayo de 1925 en Acarigua, Portugal, en Venezuela, que todavía estaba buscando su destino. Su entrenamiento intelectual fue fuerte, forjado en las aulas universitarias dentro y fuera de Venezuela. Estos estudios fueron interrumpidos por prisión y exilio bajo la dictadura de Pérez Jiménez, y se completaron, con mucho crédito, en la Universidad de Santiago de Compostela en 1955. Como periodista, su pluma era un reflejo de su mente: aguda, clara y siempre al servicio de la verdad. Fundó un periódico, escribió en periódicos como impulsos y panorama, y colaboró en revistas de estudiantes, que se muestra desde una edad temprana para que las palabras pudieran mover las montañas.
El exilio, el destino que compartimos todo en su tiempo, lo marcó profundamente. Fue perseguido por su militancia en Copei y su defensa de la democracia, vivió durante años en Inglaterra, Italia, España y Alemania, donde no solo estudió, sino que aprendió a ver a Venezuela en el exterior, con una perspectiva que enriqueció su compromiso. Regresó en 1958, después de la caída de Pérez Jiménez, con una tolerancia que no renunció, sino la fuerza: la capacidad de dialogarse sin asco.
Luis Herrera se hizo cargo de la presidencia de 1979 con una preparación que pocos podrían igualar. Fue vicepresidente, senador y líder de la Organización Democrática Cristiana de América Latina. Sin embargo, su gerencia no solo mide obras icónicas como el Metro Caracas o el Teatro Teresa Carreño, aunque son monumentales. En sus cinco años, su gobierno ha realizado miles de proyectos: desde la electrificación de las zonas rurales hasta la construcción de escuelas, hospitales y carreteras que conectaron los ángulos olvidados del país. Promovió el acceso a programas de vivienda decentes y alimentación escolar, así como varios decretos que fortalecieron su educación y cultura, ganando el apodo de “Presidente cultural”. En el ámbito internacional, firmó acuerdos como San José con México para el suministro de petróleo en América Central y el Caribe, apoyó el proceso de democratización de los países de América Central y sentó las bases para la internacionalización del IVA.
Pero si algo definió a Luis Herrera, su filosofía, destilada en el dicho, no eran meras frases, sino advertencias, pensamientos y guías. Él dijo: “Compre al aparte, que lo que viene a Joropo”, un término que atrapó su visión de tiempos difíciles. Con ella, Luis Herrera no solo advirtió sobre los desafíos económicos que Venezuela enfrentaría, sino que pidió resistencia, que se preparara para el baile de un ritmo enojado de problemas con el coraje y la dignidad. Otro de sus dichos, “el mar es el mar de la orilla”, recordó que nada estaba garantizado al final, una lección sobre la humildad para aquellos que creían que se creían invencibles. Sus dichos eran su forma de hablar con las personas en su idioma, convirtiendo verdades complejas en sabiduría cotidiana.
Como oponente, no dudé en criticar su gestión. Recuerdo el día en que, después de declaraciones particularmente difíciles, recibí una carta de él. No era una reprimenda pública, sino una llamada privada para hablar. Ese gesto me confundió. En nuestra reunión, no encontré un presidente OHD que esperaba, sino un hombre que escuchó atentamente, que discutió con los argumentos, y que incluso en desacuerdo, respeté mis ideas. Desde entonces, las distancias se han convertido en puentes y han creado una amistad que ha trascendido la política. Cada 4 de mayo, su cumpleaños, esperaba mi llamada y entre la risa y el pensamiento, hablamos de Venezuela con la que ambos soñamos, aunque de diferentes bancos.
Luis Herrera era tolerante, honesto y respetado, las virtudes que vivían naturalmente. Nunca lo vi aferrarse al poder o despreciar a sus oponentes. En 1984, trajo dignidad a la presidencia Jaime Lusinchi, quien habló de su fe en la democracia. Este acto, tan simple y tan profundo, fue una lección: el poder es un viajero, pero los principios duran.
Hoy, recordando a Luis Herrera Campins, me refiero a una amiga que me enseñó que las ideas no deben compartirse como personas. Su vida fue un testimonio de que podía ser firme sin ser no inflexible, que podía liderar la escucha. “Luis Herrera Campins: oponente, amiga”
Antonio Ledesm



